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Silvia Dutrénit Bielous
En este relato aparecen además las marcas de la dictadura, ésas que muchos de noso-
tros portamos como huella de nuestros mayores dolores y de las solidaridades y esperanzas
que, de un modo u otro, informarán nuestra vida por siempre. Las particularidades de esta
increíble peripecia que envolvió a centenares de compatriotas tienen mucho que ver con
esos años terribles de la dictadura, con la ofensiva represiva del terrorismo de Estado,
conlairracionalidad(¿oconsuespecícaracionalidad?)deaquellosperseguidoresque
no trepidaron ni ante los niños, ni ante las familias, ni ante nada.
Sontambiénlospersonajesespecialesquedenenlosplieguesdeestahistoriaquienes
la hacen tan inesquivable, tan fascinante y suscitadora. Se trata de mujeres y hombres
que podrían ser protagonistas de una fábula de héroes, pero nada tienen que ver con eso;
eran, antes que nada y sobre todo, seres humanos bajo persecución, en peligro de muerte
y de tortura, de desaparición forzada, de prisión, sometidos a una convivencia bajo cerco,
incierta y a la vez casi imposible. Y si digo “casi” es porque milagrosamente fue posible
que en una simple casa residencial convivieran durante meses un número cambiante pero
siempre inimaginable de personas en un espacio muy reducido. Era miedo y ganas de
vivir,eralapulsióndelalibertadqueporabacontraesepresentimientopermanentede
la mirada de los sitiadores. Era lo mejor y lo peor de la condición humana de cada uno,
esa “estofa” de carne y hueso de la que todos estamos hechos y que se recrea de manera
inesperada ante las experiencias más límites, donde en algún lado de la frontera puede
estar precisamente el abismo tan temido.
Fue esa “loca” comunidad de procedencias y destinos diversos, de edades y generacio-
nes diferentes y hasta “antagónicas” en la dura convivencia del día al día, en un encierro
sin cárcel, en un avasallamiento con fronteras lábiles y en permanente entredicho. Fue la
organización de aquella cotidianeidad imposible, entre niños y “escuelitas” inventadas
y sostenidas contra viento y marea, con maestros que se las ingeniaban para dar “clases
de pintura sin ejemplos visuales”, con patriotas “apátridas”, con amores a escondidas
y despedidas tan queridas como desgarrantes, de multiplicación mágica de los brindis y
de los colchones, de los “dedales de whisky” para brindar entre muchos por la bondad
de México. Era también esa ágora encerrada, con turnos para una protección imposible y
discusiones sin balance y casi a ciegas, sin las certezas de otrora pero con la esperanza de
un futuro por vivir. Era sin duda esa obsesión de no darse por vencido, de no entregarse,
de pelear contra la tristeza y la depresión; el aplomo por ordenar sobriamente experiencias
colectivas e individuales que muy difícilmente podían encontrarse, sin espacio ni distancia.
Fueesaperipeciadeunahistoriacargadadehistorias.Sinnombres,conestasdi-
plomáticasarruinadas(salvadas)porlalealtadalosamigosverdaderos,conliberaciones
inefables corriendo tras escaleras interminables y la aparición oportuna de los quijotes del
corajemásgenuino,ésosqueseagigantanantelasdicultadesmásdifícilesyqueenfren-
tan las circunstancias más atemorizantes. Es la búsqueda del refugio en una ciudad con
pocas puertas para tocar y menos abiertas. Son esos alumbramientos que podían vencer
a la pesadilla acechante de los niños como “botín de guerra”. Son los documentos con
“dos ciudadanías naturales” y registro en hogares “natales” que son también embajada.
Fue Vicente Muñiz Arroyo, un economista mexicano devenido embajador, prota-
gonista estelar de esta historia. Este servidor público mexicano, nacido en el pueblito